sábado, 19 de junio de 2010

QUERER Y PODER

El mundo busca justicia y poder como si en ellos residiera la felicidad. ¿Entonces la meta es la justicia, el poder o la felicidad? Convencionalmente hemos asumido que ser felices es el objetivo de la vida y quizás ese supuesto parta de lo difícil que resulta obtener la felicidad. Por naturaleza, el ser humano no se detiene: si busca el éxito y lo consigue, la satisfacción dura poco, pues seguramente ya se estará planteando un nuevo objetivo. Ante la cercanía del final de una etapa que exigió gran esfuerzo, dedicación y sacrificio es necesario preguntarse si esto es lo que quería. Y es relevante la pregunta en la medida que la respuesta tendrá implicaciones en el futuro y ese futuro involucra a otras personas que tienen sueños y expectativas acerca de mi potencial. Esas otras personas pueden verse afectadas por mi rendimiento y por mis decisiones, es decir, tengo una responsabilidad con ellas y conmigo misma.
Cuando he intentado responder esta pregunta me he dado cuenta que no tengo respuesta, y la razón es por motivos mucho más abstractos de lo que yo misma había comprendido antes. La verdad no me interesa el poder, o al menos no me interesa el poder del que hablan otras personas. Yo no quiero poder de influencia ni económico, pero confieso que el poder me haría feliz si con él pudiera hacer que otros vieran algunos temas desde mi punto de vista. Sobre la justicia, podría decir que vivo en una búsqueda constante de la misma, pero la frustración en los intentos de encontrarla me han llevado a desarrollar tolerancia ante su ausencia, lo que no me ha hecho feliz, pero tampoco demasiado infeliz. Conclusión: creo que no necesito ni la justicia ni el poder para ser feliz.
Lo anterior me ha llevado a replantearme mi noción de felicidad que no está ligada a la justicia ni al poder y tampoco a hacer lo que quiero, pero sí está estrechamente ligada con hacer lo que otros esperan de mí y que otros hagan lo que espero de ellos. ¿Cómo reconciliar aspectos que pueden ser mutuamente excluyentes y, a la vez, tan trasgresores de la libertad y la convivencia? No pretendo responder a esta pregunta, sino cuestionar los modelos que la sociedad nos impone como correctos y necesarios para la vida en grupos.
Darme cuenta que mi noción de felicidad es tan cruel me invita a reflexionar sobre las consecuencias que se han derivado de ello, aún cuando yo no sabía que el inicio de las mismas era esta filosofía de vida tan egoísta y poco humana. Nunca me ha gustado trabajar en equipo, me disculpo siempre y decido abordar la tarea de modo individual. La vida me ha ido reforzando tal actitud, pues los resultados que he obtenido hasta los momentos son positivos. Sin embargo, ante cualquier reto no me muestro segura de mis capacidades, no logro reconciliar mi competencia interna con la incertidumbre de no saber qué esperan los demás de mí. ¿Alguna vez te ha pasado? Es la sensación de no poder, pero querer. E incluso es más complejo, porque es creer que no puedes, pero aún así querer poder. Es un asunto de poder. El poder que yo creía no necesitar y el que me generaba tanto rechazo. Estar sola te priva de la posibilidad de validar tu pensamiento, conducta y emoción.
El ejemplo a seguir no es un asunto de dependencia, sino de humanidad. La felicidad no está en el poder ni en la justicia y tampoco sé dónde está, pero sí voy entendiendo que tiene que ver con la interacción con otros semejantes y con otros diferentes, pero no para actuar en función de lo que ellos quieren o de lo que yo quiero, sino para buscar un equilibrio entre esas posibilidades. Hacer feliz a todos no es posible, pero es un reto que induce al bienestar y a la justicia de los que podemos pensar en otros.


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