¡Disculpa! Le debo disculpas a todo el que haya conocido. Porque queriendo y sin querer les he hecho daño: Por ser lo que soy, por ser lo que no soy, por hacer y por dejar de hacer. La convivencia nos hace y nos deshace. Y yo no sé qué hacer para disculparme con todos. Quizás deba empezar por dejar de hacer, aunque el dolor más intenso, generalmente, es causado por la omisión, y la acción más difícil es la que se tiene que dejar de realizar.
Así como he lastimado, también me han lastimado. A veces he perdonado, pero no siempre. No se puede entregar todo. Entre esas cosas que uno se puede dar el lujo de conservar está la potestad de perdonar o no, de olvidar o no, que son dos nociones que se relacionan, pero no se acompañan siempre. Si perdonas y olvidas, ¿dónde queda aprender de la experiencia? Me niego a olvidar y me niego a olvidar que debo mucho.

Antes de terminar una etapa siempre idealizo demasiado la siguiente, pero soy la misma persona que se enfrenta a circunstancias diferentes, uso las mismas herramientas del pasado, me muevo con los mismos rasgos de personalidad, con las mismas defensas primitivas (que Freud describiría como propias de la histeria) y con la misma necesidad de no necesitar.
No me gusta pedir. No quiero necesitar. No quiero depender. En el fondo, pido, necesito y dependo. Sobre todo, dependo. Dependo de mi energía, de mi fuerza de voluntad, de mi absurda personalidad, de lo que sé y de lo que no sé, de ti, de ustedes, del clima, del país en el que vivo, del dinero que tengo en el bolsillo y de lo que encuentro y de lo que no.
Disculpen mis errores, pero especialmente mis transitorios estados de sabiduría en los que les he hecho pensar que soy alguien importante y buena para algo. No esperen mucho de mí, pues mi humanidad me sobrepasa y me hace absolutamente imperfecta e incapaz para un sinfín de actividades, experiencias, estímulos, retos y conflictos.







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