lunes, 31 de mayo de 2010

Como, luego existo

Me gusta comer. Y asumiendo el riesgo de que se interprete este comentario: Me gusta comer dulce. Yo podría sustituir fácilmente un plato de carne y arroz por un trozo de pie de limón. Yo creo que es mi necesidad de afecto lo que me incita a preferir este tipo de alimentos. Pero es que en mi casa, desde que yo era niña, el momento de comer es el momento de compartir, de hablar, de escucharse y de estar en familia. No hay reunión familiar que no implique comer, picar y/o tomar algo. Bueno, quizás estoy generalizando, pero en toda mi familia es así.
            También está todo lo que tiene que ver con salir con alguien. Yo me he planteado que no puedo salir con alguien si no estoy dispuesta a comer, lo cual puede ser todo un dilema: ¿y si no quiere comer donde a mí me gusta?, ¿y si elijo un lugar inadecuado?, ¿muy costoso?, ¿muy barato? Y así miles de preguntas que invaden mi cabeza cuando pienso en que voy a estar con otra persona.
            La comida habla de nosotros, así como habla de nosotros nuestra forma de caminar, de escribir y de hablar. No es lo mismo pedir una ensalada que una hamburguesa, y no es lo mismo pedir un refresco light a un jugo de frutas. Típico pensamiento de estudiante de Psicología: a través de lo que hacemos, decimos y pensamos expresamos mucho más de lo que creemos y de lo que le parece al mundo en general.
            Como era de esperarse, mi relación con la comida me ha generado problemas en mi casa. Eso de preferir el dulce antes que lo salado, creer que a través de la comida la gente se expresa y definirla como algo que nos une como familia, resulta perturbador para todos los que me rodean en casa, a quienes las nociones psicológicas le suenan a cuento chino.
Sin embargo, durante mi infancia mis papás reforzaron esta manera peculiar de relacionarme con la comida. Por ejemplo, cuando estaba en primaria comía poco, entonces mis papás decidieron que cuando llegara del colegio me comiera un plato de fruta y, después, el plato de comida. Eso funcionó hasta que yo me cansé de la fruta. Durante otra época de mi vida no quería desayunar, no me comía lo que me mandaban, entonces antes de dejarme en el colegio me hacían comer cuadritos de queso blanco. Lo mantuvieron hasta que se acabó ese año escolar, y después se les olvidó. Finalizando el bachillerato detestaba desayunar, me daban náuseas y podía pasar toda la mañana sin probar bocado. Ahora me doy cuenta que era síntoma claro de que estaba enamorada y muy nerviosa por la cercanía del objeto de mi amor. Mis amigas del bachillerato solían comprar galletas Oreo y Ruffles que compartían conmigo, lo cual me parecía agradable.
Aún más curioso es que durante esos últimos años de colegio, mi mamá se tomó la tarea (por algunos meses) de mandarnos (a mi hermana y a mí) a la hora del recreo una arepa recién hecha. Posteriormente, incluyó en la lista al que era mi novio en ese momento. En esta conducta se deja ver el nivel de consentimiento al que llegó mi mamá con el objetivo de que sus hijas comieran.
Y hasta cuarto año de la carrera mi mamá se levantó antes de las 5 de la mañana para prepararme una arepa de desayuno. Honestamente, llegué a detestar la arepa en la mañana y le pedí que no lo hiciera más. Para mí fue muy doloroso decirle que ya no quería que hiciera esto por mí, pero para ella fue aún peor, pues representó una ofensa, se deprimió mucho y afectó nuestra relación madre-hija.
Creo que nunca había pasado revista a las implicaciones de la comida en mi vida familiar. Me parece que tiene que ver con todo lo que soy, con lo que he dejado de ser y con lo que quiero ser. Tiene que ver con los dilemas de mi vida: amar-no amar, independencia-dependencia, mujer-niña. La comida, además, es un arma de rebeldía contra mis padres, quienes en la actualidad la ofrecen como su obra maestra, pero en el pasado fue un arma de castigo: “no te levantas hasta que te lo comas todo.” Nunca funcionó, porque mi tía o mi abuela siempre me ayudaban a zafarme de los alimentos que no consumía, lo cual (nuevamente) demuestra el grado de consentimiento que llegué a disfrutar.
También recuerdo que mi relación más cercana en la primera infancia fue con mis abuelos maternos, a quienes llegué a llamar “mamá” y “papá”. Mi abuela no me servía comida, porque yo no me la comía, entonces ella servía su plato, mientras yo le confirmaba que no iba a comer, pero cuando la veía a ella le decía que quería probar y terminaba siendo dueña del plato que supuestamente era de mi abuela. Con mi abuelo “cocinaba”, bueno él decía que mi hermana y yo lo ayudábamos, pero lo que hacíamos era acompañarlo mientras él cortaba todo y nos daba de probar. Esas primeras relaciones, aún hoy, son de vital importancia para mí. Mi abuelo murió, algo que a pesar de los años creo que no he logrado integrar a mi vida. Mi abuela sigue viva y siento que mi relación con ella es más sólida que con mi verdadera mamá.
Creo que todo esto me hace pensar que la comida ha sido alimento para el alma. Frase cursi, pero que resume la importancia de este recurso que es necesario para la vida, pero mucho más allá de la supervivencia al estilo de Darwin. La comida me ha dado la posibilidad de establecer, mantener y terminar relaciones importantes en mi vida. La comida es un medio para vincularse y también un elemento de transición. Mi vida sin la comida es mi vida sin mi familia. Nunca había vinculado de manera tan directa estos dos aspectos, estas dos necesidades: la familia y la alimentación.     
Comer en familia es darse un abrazo implícito, halagar la receta de otro es alabar el talento para producir algo que se ofrece, y cocinar es la muestra de que quieres brindar algo de ti a alguien más. Comer es un placer, pero aún más placenteras son las consecuencias del comer, que van asociadas a la vida en interacción. Esto pone en perspectiva el riesgo que implica el comer, pues desde el punto de vista que lo planteo, comer es una actividad tan gratificante que bien valdría la pena hacerse adicto a la misma. Entonces, me pregunto si eso sería posible y me respondo que no, porque la vida se enriquece a través de múltiples momentos y, si bien la hora de la comida ofrece la oportunidad de vincularse y enriquecerse compartiendo con otros, la vida brinda otras ocasiones para ello. La labor diaria de cada uno de nosotros debe orientarse a reproducir estos instantes de dicha y bienestar. Si no es así, creo que los psicólogos estamos allí para ayudar, para hacer de las personas seres menos orales, algo que suele verse con malos ojos en el mundo de la Psicología, pero que forma parte del día a día y puede que sea tan importante como las características anales o histéricas.
Quisiera que con estas reflexiones pudiera asomarse la posibilidad de que ser “oral” desde el punto de vista psicológico no implica tener una personalidad inferior o menos estructurada, sino que es una parte de nosotros que debemos cultivar. En este sentido, toda personalidad requiere un espacio oral, anal, fálico, que en conjunto logre integración consistente y estable. El riesgo que asumo es el de ser considerada primitiva y regresiva, pero prefiero vivir en zigzag que en una línea recta, y para ello necesito de la comida y de todo lo que trae consigo este recurso vital, recurso que me ha acompañado y que me ha llevado a entender que mi objetivo no es comer para vivir, sino vivir comiendo.

Vivir y arriesgar, arriesgar y vivir

Vivir ya es un riesgo. Más si a ello le agregamos las dificultades de una ciudad como Caracas, y de un país como Venezuela. También hay que asumir que en la adolescencia y en la adultez nos exponemos mucho más. ¿Por qué? Si se supone que a esa edad tenemos mucho más que perder: La vida entera por delante, los planes del futuro, el novio, los amigos y, por supuesto, la familia. En este período de la vida es cuando quedarían más asuntos inconclusos. No es que la vida de un anciano sea menos valiosa, todas son valiosas, pero resulta curioso que siendo jóvenes tengamos tan poco apego a la vida. Las siguientes líneas las dedico a distintas hipótesis sobre este interesante hecho.
            Los jóvenes estamos en la edad de vivir. Vivir puede tener distintos significados. Parece que hoy en día se tiende a equiparar la vida con experimentar, probar todo lo que sea posible, sin límites ni restricciones. Ante el aumento en la expectativa de vida, parece que nos hemos confiado y tenemos la sensación de que la vida es más resistente, como si tuviéramos una capa de inmunidad y, por lo tanto, podemos arriesgar más. ¿Cómo arriesgamos? De muchas formas diferentes: Consumo de sustancias, delincuencia, relaciones sexuales prematuras y/o sin protección contra las enfermedades y el embarazo, alimentación y nutrición inadecuada, y más.
            Podría ser que actualmente no haya tanto un afán por vivir muchos años, sino por vivir intensamente. No importa si la vida se agota después de un gran placer. La cultura de la humanidad se deja ver en sus creaciones, por ejemplo, los libros. La saga Crepúsculo de Stephenie Meyer (2009), sobre el romance entre un vampiro y una mortal deja claro que el amor está sobre todo lo demás, incluso sobre la vida. Bella, la protagonista, prefiere morir a vivir sin Edward, el vampiro principal de la historia. Si él no está no quiere la vida, pero con él desea la eternidad. ¿Será que eso nos pasa a los jóvenes de hoy en día? ¿Qué nos hace falta para querer vivir por siempre?
            En otra de las sagas exitosas de los últimos tiempos, Harry Potter, en su primer libro (Harry Potter y la piedra filosofal, 2000) queda claro que la inmortalidad puede estar al alcance de la mano (en la piedra filosofal), pero nunca será suficiente para ser feliz, y es así como la piedra es destruida.
            Tal vez preferimos la muerte a una vida de dolor y sufrimiento. Cada vez vemos y escuchamos con más frecuencia expresiones que reflejan nuestra intolerancia a la tristeza y al malestar. “No llores”, “no sufras, vamos a celebrar ese divorcio.”, “nada malo va a ocurrir, todo va a salir bien”. ¿Por qué nos empeñamos en negar lo que está presente y no queremos? Puede ser, efectivamente, que después de una gran tormenta venga la calma, pero nadie tiene garantías de que así va a ser y, en todo caso, de esos aspectos difíciles de la vida también se puede aprender mucho. Quizás eso me remite directamente a uno de mis conceptos psicológicos favoritos: Resiliencia.
            La búsqueda del placer como centro de nuestras vidas nos conduce a vivir de la fantasía. Vivir de la fantasía es vivir de una mentira, de algo que no es, aunque resulte cómodo, pues posterga la toma de decisiones y la necesidad de asumir responsabilidades y roles. Afrontar la realidad, la verdad del día a día, requiere esfuerzo, pues las verdades siempre tienen dos caras: Una hermosa y otra terrible. Equilibrar estos dos polos es la tarea que quisiéramos no tener que hacer.
            Parece también que cada vez somos más curiosos. Al querer probarlo todo subyace la noción de la curiosidad intensa. De ahí que la muerte no sea algo oscuro y temible, sino una nueva gran aventura que también hay que probar.
            Más que valentía exacerbada los jóvenes tienen una filosofía de vida diferente. No tengo la explicación de por que los jóvenes buscamos el peligro y, con ello, arriesgamos nuestras vidas llegando a la muerte o, en otros casos, a restarnos parte de nuestra existencia sana. Lo que está en el fondo del problema es la perspectiva que tenemos de vivir y de morir, de amar y de ser, de avanzar y de retroceder. Nociones muy abstractas y que la Psicología no alcanza a elaborar, al menos, dentro de las corrientes tradicionales. Esto es algo que va mucho más allá de la conducta y los procesos mentales, pero los psicólogos estamos en la potestad y en la obligación de acercarnos a estos fenómenos humanos y advertir sobre el riesgo que acarrea que siga aumentando el riesgo. El último gran reto de la vida es llegar a la muerte y perder. Ganar en esa última batalla no es una opción, pero los jóvenes somos prematuros en esta búsqueda. Nuestras acciones de juventud nos llevan a encontrarnos demasiado pronto con la muerte, lo que puede ser explicado de muchos modos, pero a pesar de todo lo dicho anteriormente, yo creo que tenemos un gran miedo a ser sorprendidos por la muerte, a no estar preparados para ella y preferimos tener su control, antes que vernos vencidos por ella sin previo aviso.
            La frase “todo es posible”, tan popular en estos tiempos, causa mayor temor. Si bien todo lo que deseamos es posible, también todo lo que tememos lo es. El mayor riesgo que percibimos hacia el futuro es que lo que no queremos que suceda, ocurra y nos destruya, a pesar de los esfuerzos realizados. No confiamos en los recursos que tenemos, por muy poderosos que sean, pues sólo serán útiles si logramos ser tan poderosos como éstos.
            Creo que lo que nos motiva hoy en día a los jóvenes es la búsqueda de un tesoro. Un tesoro al estilo de los cuentos de hadas que ya no leemos ni queremos leer, pero que vive en nosotros por los tiempos pasados. Sabemos que ese tesoro nos va a dar la felicidad, pero no será fácil obtenerlo. En el camino tendremos que decidir en múltiples oportunidades y, como seres inmortales e imperfectos, tenemos la capacidad de ser buenos y malos, de construir y destruir, de amar y de odiar. Esta “multicapacidad” nos hace desconfiar de lo que somos y de lo que hacemos, ante la duda nos aferramos a la opción que nos ofrezca más ventajas, la que nos puede llevar a vivir intensamente y morir del mismo modo o a vivir con dudas y morir seguro. Elegir entre esos caminos siempre será la primera opción.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Meyer, S. (2009). Crepúsculo. (5ta ed.). México: Alfaguara.
Rowling, J.K. (2000). Harry Potter y la piedra filosofal. (13a ed.). España: Emecé.

jueves, 6 de mayo de 2010

Cambias tú, cambias el mundo

Es muy difícil para mí abordar uno de los tópicos de violencia estudiados, por eso decidí desarrollar el ensayo acerca de la importancia de esta variable en nuestro día a día. Esto suena a violencia cotidiana, pero quisiera pensar que lo que me dispongo a escribir tendrá una mínima relevancia para todo aquel que sea violento o intente serlo. Es una reflexión desde un ineludible punto de vista psicológico, pero también una visión como ciudadana y, por supuesto, como persona, el título que llevo con más orgullo.
Los seres humanos tenemos múltiples medios para expresarnos: Hablar, escribir, a través de gestos, movimientos, arte e, incluso, la violencia. Pero, ¿qué expresa la violencia? Dice el saber popular que “la violencia es el arma de los que no tienen la razón”. Yo difiero de ello, pues actualmente vemos personas que teniendo la razón se ven en la obligación de recurrir a estrategias que desafían los derechos de otros. Quizás hemos olvidado aplicar otro aprendizaje de la cotidianidad: “Hablando se entiende la gente”. Entre otras razones, este “olvido” puede tener como base el hecho de que la comunicación entre las personas se ha tornado compleja, lo cual es paradójico considerando la amplia gama de medios que han surgido para establecer contacto con otras personas de manera inmediata, sin importar la distancia: Desde los mensajes de texto, pasando por el correo electrónico, Facebook, Twitter y muchos otros que surgen día a día.
La comunicación está en la base de las relaciones, las que a su vez son la base de la sociedad y, por lo tanto, también de la humanidad. La esencia de las personas se engrandece cuando es compartida con los semejantes; sin embargo, también es importante entender que de las interacciones pueden surgir tanto elementos positivos como negativos, e incluso una combinación de ambos. Quizás seamos nosotros los que tengamos la potestad de decidir la ponderación que cada aspecto deba tener en nuestras vidas particulares, pero las repercusiones de los acontecimientos tienen un peso fundamental, de modo que si las consecuencias negativas sobrepasan al momento en el que tuvieron lugar y conducen a revivir momentos desagradables, nos sentimos indefensos, incapacitados y desesperanzados. Todo lo cual aumenta la probabilidad de actuar de modo inapropiado.
Las historias de finales tristes invaden la televisión, los periódicos y las noticias en general. Son las historias que más destacan, pues son a las que más tememos. No obstante, siempre hay algo que se puede rescatar. En el cuerpo “Siete días” de El Nacional del 11 de abril de este año, presentan la historia de un grupo de madres en Catuche que ha logrado disminuir los índices de violencia en la zona, la cual se enfrentaba a una guerra entre sectores vecinos que arrastraban una cadena de resentimientos transmitida de generación en generación. La iniciativa surgió de mujeres que no querían perder a los hijos que les quedaban. Las protagonistas señalan que la comunicación y la imparcialidad han sido dos aliados fundamentales para el logro de los objetivos pacifistas.
De esta historia exitosa destaca el que las madres hayan reconocido su contribución (indirecta) en la consecución de las riñas entre bandas, pues habían criado a sus hijos bajo el recuerdo de los asesinatos de familiares en tiempos pasados; asimismo, resulta importante la capacidad de resiliencia, en la medida que no esperaron soluciones externas (del gobierno) para detener el conflicto, sino que tomaron iniciativas autónomas, buscando el apoyo de redes que se encontraban insertas en la comunidad: Fe y Alegría, representantes del centro Gumilla y, recientemente, se han insertado grupos interdisciplinarios de profesionales que estudian el fenómeno.
Es loable que mujeres de escasos recursos económicos hayan logrado lo que el gobierno, con muchos millones y capital humano, no ha (siquiera) esbozado. Los jóvenes que antes apostaban la vida con los vecinos, hoy participan juntos en caimaneras y conviven diariamente como amigos. Lo que también resulta muy interesante es que hayan sido mujeres quienes buscaron los medios para aplacar la violencia, pues socialmente ellas también han sido maltratadas y víctimas de la violencia pública y privada.
Los grandes males de la sociedad están más cerca de lo que parecen. La crisis económica, los desastres naturales, el aumento de enfermedades mortales escapan de las manos de nosotros, personas sin poder político ni grandes cantidades de dinero. Del mismo modo, los mayores tesoros de la humanidad están insertos en cada uno de nosotros y en los que nos rodean. Culpar al gobierno y a las instituciones de los problemas de la sociedad es también violento, en tanto olvidamos la dosis de responsabilidad que cada uno tiene como ciudadano. Si los entes gubernamentales no cumplen con sus funciones, demos el ejemplo, tal como pone en evidencia el caso ya presentado.
La violencia se expresa como acción u omisión, en la que se hace daño no sólo hacia quien se dirige como tal, sino a los que se ven afectados indirectamente. El sólo hecho de ser testigo de violencia causa malestar, impotencia y sensación de vulnerabilidad.
¿Acaso se ha vuelto más fácil actuar de forma violenta que responder asertivamente? ¿Qué nos ha llevado a esto? No es mi intención responder las preguntas planteadas, pero sí hacer eco de lo evidente que resulta que estamos viviendo en contextos de violencia. Esto no se limita a los zonas de nivel socio-económico bajo, sino que es un problema que alude a todas los ciudadanos, independientemente de género, clase social, raza o creencia religiosa, lo que hace pensar en que todos somos vulnerables a ser víctimas o victimarios.
Si bien se han estudiado características que pudieran orientar acerca de las personas con más riesgo de ser víctimas de violencia, también es posible avizorar los potenciales victimarios (Magendzo, Toledo, Rosenfeld, 2004; Ortega, 2003; cp. Organización Panamericana de la Salud [OPS] y Agencia de Cooperación Técnica Alemana [GPZ], s.f.). Esta información resulta útil no sólo para ver en otros el riesgo latente o manifiesto, sino para hacer una revisión de nosotros mismos, identificando los rasgos que nos puedan llevar a actuar de modo violento.
Como futuros psicólogos, es muy relevante esta inspección interna, pues la realidad que nos rodea está muy cargada de elementos violentos, que si no son bien manejados, pueden conducirnos a actuar de modo similar. La profesión que elegimos podría implicar abordar estas problemáticas a nivel individual y comunitario, por lo que debemos fortalecer nuestros valores sobre el tema y abogar por una cultura de concientización, prevención y conocimiento que, si bien no va a solucionar el problema por sí sola, es un aporte que podría derivar en un ciclo que se mueva de modo contrario al de la violencia.
Esto es, si la violencia es un ciclo, creo que una manera de afrontarla es con otro ciclo. Con uno inverso en el que priven las normas, la denuncia legítima, los valores y la educación. Esto no quiere decir que se deba negar el problema. Todo lo contrario, la violencia tiene una aparente funcionalidad para la vida, para quienes no conocen otros esquemas de comportamiento. Es la expresión de algo que no se puede manifestar en palabras o a través de otros medios. Ser responsables ante el uso de nuestros recursos personales en cuanto a proporcionalidad y adecuación en tiempo y espacio implica un entrenamiento, al igual que el desarrollo de dichos recursos.
Con esto quiero decir que no hay seres humanos que sean totalmente buenos o totalmente malos. En el primer caso, se trataría de personas que atentan contra sí mismos, pues la perfección hacia el exterior tiene de base sufrimiento interior. Y, ser totalmente malo es tan patológico como insostenible a lo largo del tiempo. Somos una combinación de tantos elementos como partículas en el universo. La violencia no es legítima en ningún sentido, pero creo que es importante reflexionar sobre su permanencia en el tiempo, la cual, desde mi punto de vista, sólo se ha mantenido porque nunca ha desaparecido, como nunca lo ha hecho la maldad en el mundo, representada por diversos personajes o eventos.
La violencia puede ser concebida como una excusa para fortalecernos como personas, no como guerreros que responden con un acto violento aún más fuerte, sino que ante este hecho, la respuesta debe ser de no tolerancia, pero también de comprensión ante dicha conducta. ¿Será que quien la lleva a cabo no sabe que hay otros modos de comportarse? Predicar con el ejemplo es el mejor antídoto ante lo negativo.
Si la violencia se presenta en tu camino, cambia el ciclo, cambia el esquema de quien te ha hecho daño. De ese modo, surgirán sentimientos de vergüenza y culpa en el otro, a quien invitas implícitamente a reflexionar sobre su conducta inadecuada. Aún en situaciones desbordadas por la violencia, como la de las madres de Catuche, la comunicación ha sido efectiva, por lo que la vida nos exige recuperar espacios, empezando en el campo de acción que cada uno de nosotros posee, en el que día a día nos enfrentamos con una realidad que nos aturde y que podemos cambiar haciendo uso de nuestros recursos humanos.
Estamos acostumbrados a defender la vida y no a dar la vida por lo que somos y lo que queremos. La esperanza no es espera inactiva, sino transformación y dinamismo que puede generar miedo e incertidumbre, pues implica riesgos y renuncias, pero también aprendizajes y ganancias. Los ciclos son eternos sólo cuando los asumimos como inamovibles, y vivimos en función a ello. La dinámica de la sociedad empieza por las acciones pequeñas de los individuos. Por eso, cuando tú empieces a cambiar, empezarás a cambiar tu mundo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
González, D. (2010, Abril 11). Escudo contra la violencia. El Nacional, pp. 1-2.
Organización Panamericana de la Salud, y Agencia de Cooperación Técnica Alemana (s.f.). Estado del arte de las experiencias y proyectos de prevención de la violencia en los ámbitos escolares. Recuperado en Marzo 23, 2010, de Material de la cátedra de Asesoramiento Psicológico.

Psicología Positiva y Positivista

A propósito de la Psicología Positiva, me di cuenta que la Psicología sigue dando sorpresas. No es que llegar a quinto año de la carrera me diera la sensación de saberlo todo, sino que creía conocer una partícula de cada área de la Psicología. Reconozco que no me había cuestionado la visión clínica que enfatiza el sufrimiento, la patología y los aspectos oscuros del ser humano, porque, de hecho la idea más extendida sobre esta ciencia, entre los “no-psicólogos”, tiene que ver con su vinculación con los enfermos mentales. Sin embargo, hoy en día me pregunto cómo fue que llegué a Psicología si yo tenía una idea totalmente errada sobre ésta (yo era una de las que pensaba que se dedicaba, exclusivamente, a atender a las personas en psiquiátricos o con problemas muy graves) y lo que me interesaba (antes de decidir qué estudiar) era descubrir por qué la gente se comporta como se comporta. Una pregunta tan amplia como compleja. Ahora que conozco, parcialmente, a la Psicología Positiva me parece haber descubierto una nueva disciplina.
Desde mi punto de vista, no creo que la Psicología Positiva sea un nuevo paradigma para entender la salud y la enfermedad mental. Si por paradigma entendemos, lo que Kuhn, en su obra “La estructura de las revoluciones científicas” (1962), definió como tal: El paradigma coordina y dirige el planteamiento y solución de problemas, es el modo de hacer ciencia, pues coordina la investigación, constituyéndose en el soporte de la ciencia normal. En este sentido, la Psicología Positiva no ha derivado en una “revolución científica”, y creo entender que no es su intención. La Psicología Positiva ha tomado la base científica de la disciplina para aplicarla a un área que, si bien había sido estudiada, no se había enfocado bajo los cánones metodológicos que una ciencia exige.
Los estudiosos de este tema la definen como una rama de la Psicología (Gancedo, s.f.; Vera-Poseck, 2006, 2008). Incluso, Vera-Poseck (2006) declara firmemente que no se trata de un movimiento filosófico ni espiritual. Es importante hacer esta aclaratoria, ya que es fácil confundirla con movimientos metafísicos que carecen de base científica. La historia demuestra que los humanistas, sin lugar a dudas reconocidos como representantes de la Psicología, han tenido que soportar ser equiparados a las corrientes dogmáticas de autoayuda de origen dudoso.
            De ahí que, en mi opinión, los psicólogos positivos no requieran características especiales para ser considerados como tal, más allá de las que debe tener cualquier otro profesional de esta disciplina. En este punto pueden encontrarse desacuerdos, ya que hay opiniones diversas sobre los rasgos que un psicólogo debe tener. Según, Guy (1987; cp. Feixás y Miró, 1993), los psicoterapeutas deben estar interesados en las personas y tener curiosidad sobre sí mismos, ser capaces de escuchar, de conversar, de querer a alguien, de sentir empatía y comprensión, poder registrar emociones y poder reírse en momentos oportunos, tener capacidad introspectiva y de autonegación, tolerancia a la ambigüedad y a la intimidad.
            Estoy absolutamente de acuerdo con el autor citado. Los psicólogos, por la naturaleza del trabajo que realizan, deben ser personas que crean en los cambios, que sean sensibles y empáticas, capaces de reconocer a otro y, a la vez, tienen que ser muy fuertes, pues se tendrán que enfrentar a situaciones difíciles en las que será necesario tomar decisiones y reflexionar sobre el otro. Es cierto que cuando alguien se dedica a un área particular, consciente o inconscientemente, están influyendo aspectos de su personalidad, por lo que se podría pensar que quienes asuman la Psicología Positiva deben tener intereses particulares. Sin embargo, Seligman (1942-) es ejemplo de la diversidad que puede esconder una misma persona. Siendo el principal propulsor de la Psicología Positiva, ha trabajo sobre indefensión aprendida, optimismo, pesimismo y depresión. Temas muy diversos, quizás complementarios, pero que hablan de la complejidad de la Psicología y del ser humano. En alguna medida, esta visión de la que parto tiene que ver con mi formación en una Escuela que estimula la integración y la integridad del psicólogo.
            A su vez, llevar a cabo estudios de Psicología (ciencia sin lugar a dudas) en una universidad católica, puede ser considerado contradictorio, por la posible incompatibilidad de las teorías científicas y los postulados de fe. No obstante, me parece importante rescatar que ambas coinciden en un profundo reconocimiento de la persona. La filosofía de la universidad incita al trabajo comunitario, en el que se pueden encontrar múltiples dificultades, pero el que también es escenario ideal para ser testigo de la resiliencia y experimentar emociones positivas, como la alegría, el agradecimiento y la esperanza.
            Lo cierto es que para vivir dichas emociones no es necesario realizar trabajo comunitario. Las emociones positivas generan bienestar físico y mental, siendo relativamente fáciles de lograr. En cada buena acción se pueden estimular estas sensaciones. Al llevar a cabo conductas tan sencillas como hacer reír, ofrecer ayuda, responder una pregunta, advertir sobre un suceso o compartir una idea, pueden abrirse múltiples caminos para sentirse bien. Por excelencia, el altruismo es considerado una buena acción, pero creo que es mejor definirlo como una alternativa para sentirse feliz, porque aún sin recibir beneficios directos, cuando se actúa a favor de otro se obtiene una sensación de humanidad, la cual es provocada por el agradecimiento del otro, quien lo puede expresar a través de un gesto o una palabra.
            Creo que la Psicología Positiva es y debe ser una rama de la Psicología que influya en todas las demás. Desde mi perspectiva, la Psicología Positiva brinda la posibilidad de ver los aspectos saludables de quienes nos rodean y de nosotros mismos. La visión de persona tiene que comprender lo bueno y lo malo, porque eso implica ser realista. La Psicología, como ciencia de la conducta y los procesos mentales, no puede caracterizarse por patologizar todo cuanto mira. Sin conocer la salud, ¿cómo podemos curar la enfermedad?
            La salud es tan importante como la patología, se complementan en alguna medida. Sin embargo, estudiar la enfermedad sin considerar la salud es como querer definir el frío sin comprender el calor, o intentar hablar de la oscuridad sin hacer mención de la luz. Los psicólogos, como científicos, deben integrar las nociones de salud y enfermedad para llegar a conclusiones cada vez más acordes a la realidad social e individual.
            Una vez que se conocen las “dos caras” de la Psicología, (que podrían denominarse de modo incorrecto, pero simple, positiva y negativa), podría interpretarse que el énfasis tradicional en la patología responde, al menos en parte, a miedo a ser descalificados como disciplina científica si se enfocaran en el crecimiento personal y los estilos de vida saludables. A lo largo de muchos años, estas temáticas han sido dominadas por grupos no científicos que han desvirtuado la importancia de estos contenidos, que siendo estudiados a través de metodología científica podrían generar conocimiento valioso y que, incluso, podrían desmontar mitos bien establecidos en la sociedad, como el de “piensa positivo y te irá bien”, que sin dejar de ser correcto se ha impregnado de cierto matiz mágico que genera rechazo entre los científicos.
            Aunque los objetos de estudio de la Psicología Positiva están presentes en la conducta diaria, yo temía ponerlos en práctica en contextos psicológicos, pues creía que podía ser considerado poco apropiado o descontextualizado. Conocer la Psicología Positiva me estimuló a pensar libremente en la importancia de fortalecer a los individuos en sus potencialidades, en promover el bienestar a través de la felicidad y el optimismo, aún cuando se esperen o se estén experimentando situaciones difíciles, pues la resiliencia representa la esperanza ante las crisis. Empiezo a entender que la ciencia que no genera beneficios para la sociedad es inútil. El bienestar humano, por muy escaso que sea, siempre conlleva a mejores estados que su extinción total.
            Las acciones de bien lo reproducen en quien la lleva a cabo y en quien la recibe, pues favorecen estados de agradecimiento, optimismo, alegría e, incluso, sorpresa. San Agustín (345-439) decía “da lo que tienes para que merezcas recibir lo que te falta.” No hay justificación para no ser practicante de la Psicología Positiva, porque todos tenemos algo que ofrecer. Si alguien creyera que no es así, necesitaría un psicólogo, pero no por ser un potencial etiquetado con categorías del DSM-IV-TR (lo que suelen llamar “loco”), sino por la falta de conciencia en sus recursos y potencialidades. Eso demuestra que la Psicología está completa, ahora que incluye a la Psicología Positiva.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Feixás, G., y Miró, M.T. (1993). Aproximaciones a la psicoterapia: una introducción a los tratamientos psicológicos. Barcelona: Biblioteca de psiquiatría, psicopatología y psicosomática.
Gancedo, M. (s.f.). Virtudes y fortalezas: el revés de la trama. Psicodebate 7. Psicología, Cultura y Sociedad. 67-80.
Kuhn, T.S. (1962/1975). La estructura de las revoluciones científicas. México: Fondo de Cultura Económica.
Vera-Poseck, B. (2006). Psicología positiva: una nueva forma de entender la Psicología. Papeles del Psicólogo, 27(1), 3-8.
Vera-Poseck, B. (2008). Introducción a la psicología positiva. Delimitación del campo de estudio. Material de la cátedra de Asesoramiento Psicológico.